El punto de partida hacia algún camino de redención es la insatisfacción ante la realidad. Una realidad que nos ha abarcado a todos y de la que formamos parte, con su trabajo rutinario, la ausencia de identidad, las pautas sociales del tiempo libre y del tiempo para los deberes, la televisión que invade el hogar y dirige nuestro entendimiento del entorno y del mundo, esquematizándolo bajo el poder seductor de sus imágenes. Arthur Seaton encarna al adolescente sensible y consciente de todo ello, quien busca vías de escape a su insatisfacción, todas ellas autodestructivas, entre ellas asumir un carácter agrio y duro como forma de dinamitar la agresión externa, una agresión implícita, aparentemente suave y benigna, procedente de la normalidad del hogar, de las relaciones y de lo establecido. Lo peor de la vida no es la maldad que viene con la destrucción y el estruendo, sino esa maldad que ataca con la rítmica sucesión de actos y ordenamientos "normales" en la cotidianidad del día a día, esa que nos mata sin que nos demos cuenta. Mientras tanto, la vida propone sus planes de salvación, como pueden ser la cultura, el deporte y la espiritualidad. La película, por su parte, lo insinúa sutilmente en sus instantes finales, mostrando una apertura hacia la vida silvestre, rememorando momentos bellos y sencillos de la infancia, en una campiña de hierba colindante a la ciudad tras un recorrido donde predominan los escenarios asfixiantes: el hogar en la urbe, el barrio obrero, los bares y la fábrica.
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