El viejo barrio tenía su centro vital en el colegio, rodeado de campos y montes. El colegio estaba ubicado en la frontera entre la ciudad y el campo, allí surgieron algunos de los primeros amigos y amores, las primeras enseñanzas valiosas sobre la Historia, la poesía, la salud, el deporte, el bien y el mal. Fuera de sus muros, a partir de las cinco de la tarde, nos esperaba el hogar y la calle con sus videoclubs, bares, librerías y quioscos, parques, escuelas de entrenamiento extraescolar, juegos de pelota, cines y recreativos. Recordar es tener identidad, y sin identidad no tenemos vida. Vivir en el pasado es ser un alma en pena, pero estas letras no son vida, sino imaginación. En la imaginación renace aquel universo, entre finales de los ochenta y principios de la década de los noventa, cuando la religión, el misterio, el rock and roll, el cine de videoclub, la pornografía, las artes marciales o el futbito eran los principales pasatiempos. De todo aquello, reconocer las perlas e identificar raíces puede ser una forma de actualizar el pasado, aunque el alma en pena en cierto modo está ahí, como una sombra que camina entre esas calles tratando de recuperar lo que ya no existe, sintiéndose traicionada por todo lo que vino después de aquella vida en el viejo barrio. Sin retorno, ya no tenemos un barrio al que pertenecer, y aunque la patria celestial es la única verdadera e importante, carecer de raíces es aislarse de las almas que buscan a Dios.
José A. Peig