Esta historia empieza con Francisco de Asís, la renovación espiritual en la Europa del siglo XIII, las nuevas órdenes mendicantes y la ascética de Petrarca. Con Roger Bacon cristaliza la emergente mirada del hombre hacia la naturaleza que devendrá en una primera definición del método científico. A partir de 1453, el asedio de Constantinopla motiva las migraciones de grupos de eruditos hacia las ciudades italianas desde las que comenzará a irradiar la filosofía neoplatónica y, junto a ella, la tradición de la cábala afín a la filosofía de las emanaciones establecida desde Plotino. En pocas palabras, esta Tradición considera que el mundo terrenal (o el mundo susceptible de ser percibido por el ser humano) contiene una síntesis de toda la estructura jerárquica en ascenso hacia la esfera celeste (invisible). Por tanto, la belleza terrenal es un reflejo de la belleza del Cielo y de la sabiduría de Dios. Durante la alta edad media y hasta la irrupción de Giotto, las artes como la pintura y la escultura utilizaban la presentación de figuras ubicadas en espacios bidimensionales, hieráticas, construidas para ser un signo visual, un alfabeto simbólico que podía transmitir la historia sagrada junto con los valores espirituales contenidos en aquella, siempre remitidos al mundo trascendente. Pero desde el siglo XV comienza a operar un cambio en la filosofía y en las artes de modo que surgen nuevos códigos de representación. Los cambios en la sensibilidad estética vienen precedidos por nuevas corrientes de pensamiento generadas por los grupos de magos y eruditos que formaron la Intelligentsia de la época renacentista. La historiografía ha preservado abundante información sobre algunos de ellos: Marsilio Ficino, Giordano Bruno, Paracelso, Pomponazzi, John Dee... En líneas generales, estos pensadores volvieron la mirada hacia el mundo físico y hacia la luz del mundo terrenal, considerando que esta luz era reflejo de la Luz primigenia procedente de Dios. La naturaleza era la gran madre de todos los vivientes, la matriz mediadora entre Dios y los hombres. O sea, la materia. Ello supuso el triunfo de la postura inmanentista, la vuelta a la vitalidad del mundo cognoscible y manipulable mediante los nuevos conocimientos en el campo de la física y la astronomía. El arte buscará otro modo de relación con la realidad inspirado en esa búsqueda revitalizada que quiere apresar, ya no el supuesto mundo de lo trascendente, sino la realidad física. Entonces se desarrollan los métodos basados en la denominada "ventana albertiana": la pintura no debía presentar figuras-símbolo, sino elaborar una representación fiel de la realidad perceptiva de la mente y el ojo humano. Se trataba de crear "ilusión de realidad", y de este modo la representación artística se aferraba a los valores y a la belleza del mundo visible en consonancia con el nuevo espíritu de la época. Posteriormente, Francis Bacon escribe La Nueva Atlántida, primera ficción futurista con evidentes alusiones al poder de Prometeo-Lucifer, la deidad que bajó fuego del cielo para entregárselo a los hombres. El fuego, desde una significación inmanentista, simboliza la luz del mundo terrenal y físico. O sea, el progreso material y tecnológico. Luego, la Ilustración y la estética neoclásica apostillan ese nuevo espíritu.
Giorgio Vasari definió una narrativa de la historia del arte. Los códigos de representación visual caminan hacia la perfecta imitación de la realidad. Es una pulsión que recorre toda la historia moderna y contemporánea hasta llegar a la momentánea culminación actualmente visible en la sofisticadísima y muy seductora industria audiovisual. A través de la pantalla de cine, y gracias al enorme desarrollo de la infografía, cualquier mundo, por fantástico que sea, parece ante nuestros ojos real como la vida misma. Más allá de los logros de la "pintura en movimiento", el performance, los ready-mades, el arte conceptual, etc - estéticas que rompen el espacio artístico tradicional e irrumpe una línea difusa entre sujeto y objeto, lo que es representación y lo que no lo es - cada vez es más árduo distinguir la realidad de la representación. Y eso, más que un valor estético, es un instrumento de persuasión. Dicha pulsión puede ser interpretada como rasgo patológico de la era postindustrial, la cual no encuentra las luces prometidas en el camino del progreso e intenta situarse en otras extensiones de una realidad en permanente vuelco sobre sí misma (paraísos artificiales). Es un sentimiento de insatisfacción surgido porque el ser humano sabe que necesita algo más que cubrir las necesidades materiales definidas en el paradigma del progreso materialista. Arthur_C._Danto señala que ahora cualquier objeto puede ser arte, y la cuestión filosófica fundamental en la historia del arte consiste en interrogar a la misma realidad como si esta fuera una representación que nos trasciende y a la vez nos incluye en su mismo juego. ¿Qué diferencia hay entre representación de un objeto y el objeto real?. El vuelco dado hacia una realidad radicalmente mundana, y siguiendo con Arthur C. Danto, está en la génesis de ese arte pop que utiliza cualquier slogan u objeto inseridos en la trama de lo cotidiano y lo eleva a un valor representacional. Y, señala Danto, esa urdimbre implica un proceso de transfiguración de cualquier emblema perteneciente a la cultura de masas de tal modo que llega a adquirir un cariz religioso. Se convierte en mercancía hiperreproducible, transacción impersonal, en modelo de realidad y una mímesis casi devocional por parte de los consumidores. La industria crea un objeto o imagen, por vulgar que sea, e inmediatamente se masifica, se deifica, se incorpora al imaginario de las masas. De la iconografía religiosa medieval y de la mitología clásica (transmisora de valores de recta moral, templanza, coraje y virtud, nacida de una tradición vinculada a paisajes naturales y estilos de vida desarrollados durante milenios) hemos pasado a un repertorio difuso, habilitado en función del sistema de mercado, de intereses bursátiles, el cual aglutina de forma más o menos "light" nobles atributos como el coraje y la sed de justicia (mucho de ello hay en los personajes más populares del cómic o el cine), pero hibridados con toda suerte de estilos, estéticas y modos de conducta ambiguos cuando no directamente despreciables. Si retomamos el hilo inicial, la fascinación y el amor al mundo visible profesado por pensadores y poetas como Giordano Bruno ha devenido en mórbida obstinación por recrear ese mundo visible pero desde cualquier patrón, aunque este carezca de los mínimos fundamentos espirituales, de ética, moral e incluso de la perspectiva estética que invita a vivir el mundo real desde la fascinación ante su belleza y sus misterios, sensibilidad sólo gozada hoy por biólogos, astrofísicos y pensadores de la ciencia moderna que no han perdido ese sentimiento de reverencia al cosmos inmanente. La Belleza, esa que titila en la naturaleza como proveniente de un más allá intuido, es considerada por la gran masa de consumidores como una materia para los cursis o snobs. Así pues, el arte en la posmodernidad es fiel reflejo de los síntomas de una enfermedad de la civilización. El relativismo, la divagación, la desorientación inducidos por la interrogación sobre el sujeto, la pregunta sobre qué es el arte y cuál es la verdadera naturaleza de la realidad revelan un estado de ansiedad ante la pérdida de la identidad propia y de la que nos engloba. ¿Por qué ha pasado todo esto?
Existe, en definitiva, un hilo legendario que une todos los puntos del camino. La iconografía pop (y los emblemas temáticos, tecnológicos o ideológicos que la sustentan) es sin duda el nuevo panteón que sustituye a los antiguos iconos del mundo clásico. La reverencia cuasi religiosa indicada por Danton nos habla de esta nueva idolatría. Idolatría significa dispersión, depositar nuestras vidas en dioses menores que nos alejan del centro. El centro es El Señor o Yavhé, si utilizamos los símbolos y el lenguaje bíblico. Idolatría significa divagación y relativismo. Implica también una gran diversidad de posibilidades y de futuros, de ser un sujeto libre que puede elegir entre muchos caminos, aunque sólo uno sea el verdadero. Pero cuantos más árboles, más difícil es ver El Camino. Y más fácil les resulta operar a los mass-media en su estrategia de la confusión. El problema no es haber apartado de nuestras vidas al Dios de La Biblia. El problema es que hemos disuelto los vínculos incluso con los escalones intermedios entre lo desmesuradamente ascético y lo exageradamente mundano. La cultura del Renacimiento, desde luego, no está directamente en el origen del problema. Tampoco en la Ilustración de los Diderot, Rousseau y D'Alembert. Nosotros estamos en una parte del proceso (aunque aquellas épocas forman parte del proceso) mucho más radical. Nunca en la historia la civilización había vivido tal estado de subordinación, tan condicionada por la exagerada multiplicidad de las imágenes procedentes de la materia, relegada hacia ese estatus de mera transacción bursátil. Esa vulgarización del amor a la Diosa profesado por los filósofos renacentistas, en un declive que se ha acelerado durante las últimas cinco décadas, nos acerca al origen de la cuestión. Por eso decimos tantas veces, contrariados, que vivimos en una sociedad excesivamente "materialista". La tecnología moderna posibilitó la hiperreproducibilidad de las imágenes al servicio de una estructura de poder universal: la Intelligentsia donde operan los principales agentes de los distintos sectores estratégicos. La misma corporación que alcanzó la hegemonía mundial tras la segunda gran guerra, y la que maneja una agenda comparada con la cual los Protocolos de los sabios de sión son una hipérbole paródica.